"Some time later"

jueves, 10 de julio de 2008

El arte de la felicidad

Estos días en los que gozo de tanto tiempo libre voy a dedicarme, entre otras cosas, a hacer un balance de este curso e irlo cerrando por partes. Como tengo la suerte de que mis devaneos lectores me acompañan en el filo de mis pensamientos, aprovecharé, para mi reflexión de hoy, los estímulos que me brinda mi lectura presente, El arte de la felicidad (Conversaciones con Dalai Lama).

El libro parte de la siguiente constatación: la sociedad occidental nos hace creer que la vida es demasiado complicada. Ser feliz supone un horizonte de deseo imposible, fugitiva fuente de oro a la que basta acercarnos para que se aleje más y más. Siempre deseamos más dinero para comprar tecnología mejor, ropa más moderna, casas y coches cada vez más confortables, viajes cada vez más lejanos; no estamos tranquilos sin no ascendemos en jerarquía o reconocimiento, si no logramos de vez en cuando algún éxito objetivo que nos haga sentir más estimables. Comparamos continuamente nuestra valía material e intelectual: hay que decorar la casa mejor que tus primos; hay que ganar más que tu cuñado, saber más idiomas que tu mejor amiga, estar más en forma que tu novio, tener más cultura que tus vecinos; incluso comparamos mezquinamente nuestra vida afectiva: nuestra pareja tiene que ser más detallista que ninguna, nuestra madre, la más comprensiva, nuestro padre, el más interesante, nuestros amigos nos tienen que ayudar tanto o más que nosotros a ellos; lo mismo sucede en el mundo educativo: hay que demostrar más eficiencia que nadie, preparar unas clases impecables por si alguien nos inspecciona, enseñar el máximo de contenidos, ganarse la mejor reputación posible (si es posible, ser mejor que el compañero de al lado)…
¿Algo de todo esto importa, algo nos hace realmente felices? ¿Alguien nos ha obligado bajo amenaza de muerte a seguir esta carrera implacable donde nada de lo que hagamos será nunca bastante?

Tal y como advierte el Dalai Lama, cuando la vida se hace demasiado complicada, basta detenerse, pausar los latidos del corazón y preguntarse cuál es el propósito de la vida. Y tal vez la respuesta nos devolverá a los cauces de la sencillez: pues no puede ser otro que encontrar la felicidad. Y esta felicidad no puede depender de nada material ni de la salud ni de as facultades, ni siquiera de las circunstancias.
Su razonamiento es de una lógica aplastante: hay que descubrir qué nos hace felices, y potenciarlo, y qué no, y disminuirlo todo lo posible. Para el Dalai Lama, el arte de la felicidad se resume en aceptar la existencia tal cual es, en valorar quiénes somos y lo que tenemos para ir desarrollando nuestras potencialidades reales con la disciplina de la mente, y en ser compasivo y afectuoso hacia el prójimo.
Cualquier lector de estas líneas podría decir: “Pues qué listo, eso es obvio.” ¡Exacto! ¿Cómo puede ser que nos cueste tanto llevar a la práctica algo tan elemental?
No es baladí la reflexión que propicia el Dalai Lama: cada instante puede ser precioso si valoramos la existencia humana como un camino hacia la felicidad (o la autorrealización, llámese como se quiera ese estado de bienestar con uno mismo). Cada interacción con otra persona puede ser única si creemos en la bondad innata del ser humano, en su inclinación natural hacia la compasión y la amabilidad. Esto último él lo expresa en términos radicales: se ha demostrado que las personas que cultivan una buena relación con su entorno y se muestran amables y tolerantes en general alcanzan más fácilmente el optimismo (pues se sienten útiles, y además su actitud genera una confianza que les es devuelta) y, por añadidura, suelen caer con menos facilidad en la enfermedad y suelen vivir una existencia más larga y feliz. Da incluso un dato sorprendente: se ha demostrado que las personas muy focalizadas en sí mismas tienen mayor riesgo de padecer una enfermedad coronaria que aquellas con una vida más sociable y altruista; y puede ser un factor de riesgo más importante incluso que la dieta y otros condicionantes físicos.
¿Por qué nos olvidamos tan a menudo de estas enseñanzas básicas si están a nuestro alcance, y, por añadidura, pueden hacernos felices?

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Te felicito! Desde luego tienes motivos para sentirte satisfecha y motivada. Es una gran habilidad (no muy común) saber transmitir a otras personas fe en sí mismas, saber acompañarlas en su proceso, estando presentes, dando confianza; es un estímulo muy poderoso. Bravo.
Montse