"Some time later"

jueves, 10 de julio de 2008

El arte de la felicidad...en la docencia


Siguiendo el hilo de mis últimas reflexiones, he querido indagar, como propone el Dalai Lama, en los caminos que propician la felicidad...en este caso, como docente. Y me he preguntado: ¿qué es lo que me ha proporcionado mayor felicidad durante este curso? Y la respuesta me ha venido inmediatamente al corazón: la relación con los alumnos.

Ha sido un reto permanente estimular a los alumnos, hacerles confiar en sus capacidades, buscar cauces para que aprendan reflexionando. Asimismo, el tener a mis alumnos siempre presentes me ha activado algunas neuronas vírgenes que me han dictado soluciones creativas a situaciones que parecían insalvables.

¿Recordáis el caso de Rubén, aquel chico que quería abandonar el curso y tuvo que aguantar pacientemente mi monserga disuasoria? Pues continuó ya desde entonces hasta el final, se esforzó mucho, y ha conseguido aprobar la Prueba de Acceso a Ciclos Formativos de Grado Superior, como era su propósito. Esta prueba permite a los alumnos que en su día no aprobaron el Bachillerato acceder a una formación que les facilite una inserción profesional de mayor especialización y nivel lucrativo. Como él sucedió con otros alumnos que presentaban muchas lagunas académicas y en algún momento del curso estuvieron a punto de tirar la toalla: creo que la esperanza depositada en ellos actuó como un estímulo mucho mayor que todas las fotocopias de refuerzo del mundo.
Uno de los acontecimientos mejores del curso fue la cena que hicimos en junio con los alumnos del curso de preparación a esta prueba, para celebrar el aprobado de la mayoría o el aprobado futuro de aquellos que no pudieron superarla de momento. El ambiente fue de gran optimismo y alegría, todo eran abrazos, chascarrillos, palabras de aliento en una y otra dirección. (Una alumna me repetía insistentemente: “Te felicito por todo lo que has hecho por nosotros. Ya puedes estar satisfecha…“ hasta el punto que tuve que hacerla callar para no ruborizarme.) En momentos así el corazón bombea tranquilo, pues ha puesto su grano de arena para que otros seres humanos se abran puertas a una existencia más feliz, en la que puedan realizarse.
Con los alumnos de GES (Graduado en Educación Secundaria) la situación es distinta: no los preparamos para un examen oficial sino que los evaluamos nosotros mismos día a día. Es un curso menos estresante pero más complejo a nivel humano: hay que adiestrarlos en las competencias básicas para desenvolverse en el mundo; en mi caso, como representante del Ámbito de la Comunicación (palabras mayores) debo disciplinarles en el baño regular en las lagunas inefables de la Ortografía y la Gramática, pero, por encima de ello, considero mi función básica enseñarles a reflexionar y a expresarse. (Pues ¡para qué sirve un lenguaje inmaculado si el hablante luego no lo usa o considera que no tiene nada que decir!) No es tarea fácil: para eso hay que vencer resistencias, esforzarse en crear un clima propicio para que seres tan diversos en edad y circunstancias puedan abrirse, pensar, expresar, crear.
Pero una gran satisfacción le invade a una cuando los alumnos dan las gracias a final de curso por todo lo aprendido; cuando una alumna te dice que se ha comprado aquel libro que ya no recordabas haber recomendado; cuando otro te dice que aquel artículo de periódico le ha hecho pensar que le conviene un curso de crecimiento personal o de teatro; cuando aquel alumno hosco y retraído te sonríe confiado mientras te confiesa haber descubierto que es bueno escribiendo; o si recuerdas la última clase con aquel grupo habitualmente tan apático en la que lograste culminar un proyecto largamente acariciado: realizar un taller de poesía surrealista en grupo, donde las ideas y las palabras de todos los componentes del grupo fluían con naturalidad y entre sonrisas al calor de unas galletas saladas y unas copas de vino tinto. (Esto último sólo lo puedo decir en voz baja.)

Todos estos constituyen instantes preciosos que guardo en mí y que me animan a seguir creando en la docencia. No es una profesión muy sofisticada; no se cosechan éxitos llamativos ni se reciben premios como en otros campos; sin embargo, empiezo a sospechar que la felicidad que puede aportarme la interacción con mis alumnos es mucho más perdurable.

El arte de la felicidad

Estos días en los que gozo de tanto tiempo libre voy a dedicarme, entre otras cosas, a hacer un balance de este curso e irlo cerrando por partes. Como tengo la suerte de que mis devaneos lectores me acompañan en el filo de mis pensamientos, aprovecharé, para mi reflexión de hoy, los estímulos que me brinda mi lectura presente, El arte de la felicidad (Conversaciones con Dalai Lama).

El libro parte de la siguiente constatación: la sociedad occidental nos hace creer que la vida es demasiado complicada. Ser feliz supone un horizonte de deseo imposible, fugitiva fuente de oro a la que basta acercarnos para que se aleje más y más. Siempre deseamos más dinero para comprar tecnología mejor, ropa más moderna, casas y coches cada vez más confortables, viajes cada vez más lejanos; no estamos tranquilos sin no ascendemos en jerarquía o reconocimiento, si no logramos de vez en cuando algún éxito objetivo que nos haga sentir más estimables. Comparamos continuamente nuestra valía material e intelectual: hay que decorar la casa mejor que tus primos; hay que ganar más que tu cuñado, saber más idiomas que tu mejor amiga, estar más en forma que tu novio, tener más cultura que tus vecinos; incluso comparamos mezquinamente nuestra vida afectiva: nuestra pareja tiene que ser más detallista que ninguna, nuestra madre, la más comprensiva, nuestro padre, el más interesante, nuestros amigos nos tienen que ayudar tanto o más que nosotros a ellos; lo mismo sucede en el mundo educativo: hay que demostrar más eficiencia que nadie, preparar unas clases impecables por si alguien nos inspecciona, enseñar el máximo de contenidos, ganarse la mejor reputación posible (si es posible, ser mejor que el compañero de al lado)…
¿Algo de todo esto importa, algo nos hace realmente felices? ¿Alguien nos ha obligado bajo amenaza de muerte a seguir esta carrera implacable donde nada de lo que hagamos será nunca bastante?

Tal y como advierte el Dalai Lama, cuando la vida se hace demasiado complicada, basta detenerse, pausar los latidos del corazón y preguntarse cuál es el propósito de la vida. Y tal vez la respuesta nos devolverá a los cauces de la sencillez: pues no puede ser otro que encontrar la felicidad. Y esta felicidad no puede depender de nada material ni de la salud ni de as facultades, ni siquiera de las circunstancias.
Su razonamiento es de una lógica aplastante: hay que descubrir qué nos hace felices, y potenciarlo, y qué no, y disminuirlo todo lo posible. Para el Dalai Lama, el arte de la felicidad se resume en aceptar la existencia tal cual es, en valorar quiénes somos y lo que tenemos para ir desarrollando nuestras potencialidades reales con la disciplina de la mente, y en ser compasivo y afectuoso hacia el prójimo.
Cualquier lector de estas líneas podría decir: “Pues qué listo, eso es obvio.” ¡Exacto! ¿Cómo puede ser que nos cueste tanto llevar a la práctica algo tan elemental?
No es baladí la reflexión que propicia el Dalai Lama: cada instante puede ser precioso si valoramos la existencia humana como un camino hacia la felicidad (o la autorrealización, llámese como se quiera ese estado de bienestar con uno mismo). Cada interacción con otra persona puede ser única si creemos en la bondad innata del ser humano, en su inclinación natural hacia la compasión y la amabilidad. Esto último él lo expresa en términos radicales: se ha demostrado que las personas que cultivan una buena relación con su entorno y se muestran amables y tolerantes en general alcanzan más fácilmente el optimismo (pues se sienten útiles, y además su actitud genera una confianza que les es devuelta) y, por añadidura, suelen caer con menos facilidad en la enfermedad y suelen vivir una existencia más larga y feliz. Da incluso un dato sorprendente: se ha demostrado que las personas muy focalizadas en sí mismas tienen mayor riesgo de padecer una enfermedad coronaria que aquellas con una vida más sociable y altruista; y puede ser un factor de riesgo más importante incluso que la dieta y otros condicionantes físicos.
¿Por qué nos olvidamos tan a menudo de estas enseñanzas básicas si están a nuestro alcance, y, por añadidura, pueden hacernos felices?

jueves, 3 de julio de 2008

La elegancia de la cojera


Ansío las estrellas
mas abocada estoy
a la pecera”.


Esta es la primera “idea profunda” que desarrolla Paloma, la niña superdotada que protagoniza, junto con una portera autodidacta, La elegancia del erizo.

Todo ser humano ansía la realización personal. Sin embargo, en cuanto nos vamos haciendo adultos, nos dejamos encorsetarnos en los raíles que vienen predeterminados.Y ocupamos la mayor parte de nuestro tiempo en aposentar tres cuestiones propias de los mamíferos: el sexo, el territorio y la jerarquía; dicho de otro modo: la pareja, la casa y el trabajo. Nos creemos muy libres y civilizados; sin embargo, nos encadenamos a un destino prefijado en pos de una seguridad precaria, que, una vez conseguida, a menudo desemboca en el desasosiego.
Entre tanta urgencia, ¿no estaremos olvidándonos de cultivar el don que nos hace realmente humanos? ¿No nos bastaría la conciencia para acceder a una felicidad desnuda, esencial?

La elegancia del erizo es un libro fresco y revelador ahora. Un canto a la vida en plenitud, a conciencia.
Nos muestra que los seres más ricos interiormente no son siempre los que triunfan, puesto que a veces el éxito exterior ciega las ventanas de comunicación con nuestro ser auténtico.
Así, una niña de doce años, una portera marginal pueden albergar una comprensión del mundo de una intensidad magistral. Y no necesitan nada más que eso. Bueno, tal vez simplemente encontrar a alguien con quien compartir esos pequeños y enormes placeres como tomarse en compañía una taza de té.
Entonces, tomemos una taza de té. Se hace el silencio, fuera se oye soplar el viento, crujen las hojas de otoño y levantan el vuelo, el gato duerme, bañado en una cálida luz. Y, en cada sorbo, el tiempo se sublima.”

El libro me ha caído a las manos como una bendición.
He estado todo el curso inmersa en el movimiento del mundo, con una avidez por la acción que a veces me lleva al límite de mis fuerzas. Me paso los días haciendo planes para más acciones futuras, sean físicas, didácticas, intelectuales, lúdicas...Pero, por muchos planes que haga, nunca me parecen suficientes, siempre tengo la sensación de que me estoy descuidando de alguna faceta de la experiencia, y temo tener que arrepentirme de ello en el futuro.
Cuando el tiempo te desborda porque nunca alcanzas a realizar todas las acciones que el deseo te dicta, el día a día puede convertirse en una carrera de obstáculos, o en un servicio militar.
¿A qué viene tanta avidez? ¿Por qué? ¿Para qué? El día que un accidente me obliga a detenerme, constato que 24 horas son suficientes para cambiar radicalmente mis biorritmos y convertirme en la más firme aliada de la inacción.
Y me doy cuenta de que la sed de acción, paradójicamente, sólo se sacia con la inacción. El día que a la fuerza debes cancelar todos los proyectos, todos los compromisos sociales, entonces eres capaz de percibir que la vida está bien en sí misma. Que es maravilloso contemplar cómo se mueve una rama de árbol, el propio cuerpo en reposo, una nota musical que se apodera del espacio, la sonrisa de tus padres, que sigue siendo la misma aunque pase el tiempo.

Hoy, vacía del impulso de la acción, puedo proceder a la degustación del presente pleno. Y ahí tienen cabida dos esencias: la vida misma en su movimiento, que tiene la intensidad y la gracia de lo efímero, y el arte, que es capaz de trascender el instante fugitivo y sublimarlo en un estado de Belleza sin tiempo.

En la escena muda, sin vida ni movimiento, se encarna un tiempo carente de proyectos, una perfección arrancada a la duración y a su cansina avidez –un placer sin deseo, una existencia sin duración, una belleza sin voluntad.
Pues el Arte es la emoción sin el deseo.

Entre la vida y el arte, la conciencia humana se instala como receptor, puente, vasos comunicantes entre lo fugitivo y lo eterno. Cada instante merece la pena ser eterno. Y al mismo tiempo un instante ha de morir para que la vida continúe mostrando su naturaleza más preciosa, el propio devenir, sin lo cual tampoco el arte existiría.
Entonces, ¿qué es todo lo que podemos desear? Encontrar el rincón oportuno donde el mundo nos deje en paz para ser, sin más.
Como en el caso de la portera Renée Michel, a veces la ausencia de ruido exterior, incluso la ausencia de gloria y reconocimiento, puede conllevar una libertad de conciencia sin límites.

La vida que se escapa se inmoviliza en una joya sin mañana ni proyectos, el destino de los hombres, salvado del pálido sucederse de los días, se nimba por fin de luz y, más allá del tiempo, exalta mi corazón tranquilo.

Ahora, sólo quiero tener los ojos limpios para apreciar cuantas camelias se posan en el mundo; ser yo misma camelia sobre el musgo.