 (Este artículo se publicó en el Heraldo de Aragón en el suplemento Artes y Letras el jueves 11-03-10. Como no hay edición on-line del periódico, aquí lo dejo a vuestra disposición.)
(Este artículo se publicó en el Heraldo de Aragón en el suplemento Artes y Letras el jueves 11-03-10. Como no hay edición on-line del periódico, aquí lo dejo a vuestra disposición.)
Todo lector un poco avezado recuerda el famoso cuento de  Monterroso con el que se inició el imperio del microrrelato: “Cuando  despertó, el dinosario todavía estaba allí.” Pues bien, el  dinosaurio ha crecido, se ha reproducido y ahora ya puebla las  librerías, congresos y talleres de escritura en España.
   Si bien la existencia de textos cortos se remonta al inicio de  la literatura, pero como apéndices o curiosidades, hoy van ganando  terreno como un producto especialmente propicio para la sociedad  vertiginosa en la que vivimos. Sin embargo, se trata de un género de  naturaleza difícilmente delimitable, todavía sin un canon definido. De  hecho no resulta clara ni siquiera la nomenclatura con la que  identificarlo: de ahí que haya oscilado desde el  “relato hiperbreve” hasta la “microficción”, la “minificción” o el  “microrrelato”, como lo llamaremos provisionalmente. Inclusive resulta  cuestionable el hecho de que pertenezca al género narrativo; para que se  constituya como tal, basta  una condensación  particular del lenguaje que provoque una impresión estética en el  lector; así, el microrrelato se hallaría en la frontera entre lo  narrativo (porque está escrito en prosa y suele predominar la acción  sobre la adjetivación) y lo poético (pues los recursos usados se  focalizan en la fuerza expresiva del lenguaje y no en la “historia” en  sí explicada). De alguna manera, la microficción se aproxima a la  estética surrealista que preconizaba Breton según la cual el chispazo de  la belleza creada  era mayor cuanto mayor era la  distancia entre las imágenes superpuestas; dicho de otro modo, para  estos templos de la palabra en miniatura, su mayor baza es la ruptura de  las expectativas, la desautomatización de lo habitual que se produce en  su mirada.
  Para Fernando  Valls, máximo estudioso del microrrelato en lengua española, este tipo  de texto necesita un “lector activo”, en la línea cortazariana, que  pueda responder a las elipsis e interrogantes que se le plantean. Valls  publicó en el 2008 Soplando vidrio y otros  estudios sobre el microrrelato español, en Páginas de espuma, el trabajo más completo que se  ha publicado hasta el momento sobre la cuestión, donde repasaba el  estatuto genérico del texto, las polémicas habidas durante los últimos  años, y sintetizaba los pincipales hitos en las manifestaciones del  mismo, desde Juan Ramón Jiménez  hasta la  actualidad.
  La misma  editorial, de joven andadura, Páginas de espuma (especializada en  relato y microrrelato) ha publicado recientemente Por favor sea  breve 2 (continuación de la primera antología publicada hace 10  años) y la obra completa de la argentina Ana María Shua.
  El proyecto de  Clara Obligado, la antóloga de “Por favor, sea breve” 1 y 2  es el de reunir un corpus de autores representativos del género en  lengua española. Su segunda antología, más depurada aún que la primera  si cabe, persiste con la misma técnica de ordenar los cuentos de modo  decreciente: de mayor extensión (una página y media a lo sumo) a menor,  de modo que los últimos rozan prácticamente el silencio. Toda antología  resulta por definición parcial e irregular, puesto que muchos autores se  hallan ausentes y no todos  manifiestan la misma calidad, pero no hay que negarle el mérito de la  variedad de épocas y registros. Aquí encontramos textos de una sola  línea, ocurrencias que nos recuerdan a las greguerías de Gómez de la Serna, como el de Care  Santos: “Le abandoné porque ya no sabía qué regalarle” o el  llamado “Novela de terror” por Andrés Neuman: “Me levanté recién  afeitado.”  Entre estas páginas se dan cita  numerosos autores consagrados en activo y de ambos lados del océano  Javier Tomeo, José María Merino, Ramón Acín y Juan José Millás, pero  también se nos brinda la ocasión de leer a autores menos conocidos, como  los aragoneses Fernando Aínsa, Fernández Molina y Patricia Esteban  Erlés  (con su maravillosa variación del  dinosaurio monterrosiano, “Mascota”) o a posibles precursores, como  Gómez de la  Serna  o Perucho.
  Por otro lado,  aunque ciertamente en este tipo de escrito predominen  la  libertad y la disparidad de dispositivos, algunos elementos, como  explica Francisca Noguerol en su prólogo, son  recurrentes  en estos autores a la hora de construir sus artefactos: la fantasía, la  confusión entre realidad y ficción, el terror, tratado con  indiferencia; la preponderancia de la imagen; la subversión poética del  lenguaje; pero también el humor y los juegos metaficcionales y  lingüísticos: breves boutades que violan el marco narrativo  convencional  al introducir la figura del lector o  el autor, o  que nos demuestran algún artificio  literario. (Como la elisión de alguna grafía, en el caso genial de  “Cazadores de letras”: “¡Huyamos, los cazadores de letras est´n aqu´!”)  
   
  Este  mismo relato es el que sirve de título a la voluminosa obra que recoge  la “minificción completa” de la autora argentina Ana María Shua.  “Cazadores de letras” comprende las obras “La sueñera”, “Casa de  Gheisas”, “Botánica del caos”, “Temporada de fantasmas” y “Fenómenos de  circo”. Mi consejo: no se deje amilanar por el grosor de la obra. Tómese  como un cofre que contiene tantos perfumes de aromas diversos como  momentos de diverso orden vale la pena dedicarle a la lectura. Léase  brevemente, pero con intensidad, en una butaca, mientras prepara la  comida, en el médico, en el metro. Le aseguro que cada página le será  una bocanada de inspiración. Shua tiene ese poder: el de hipnotizar con  su palabra. Después, el lector se acostumbra a la modulación  intermitente de su melodía, y esas palabras  se  apoderan de él, transmitiéndole una pasión contagiosa que abre nuevos  cauces para percibir cuanto nos circunda.
  Y  el mérito es doble porque no se trata sólo de la coherencia interna  insobornable de cada texto. Cada libro sostiene su propia lógica, crea  una red de sentidos que se va completando a cada página de modo que,  aunque pareciera paradójico, provoca una ávida intriga en el lector,  deseoso de conocer cómo se va desmadejando el hilo argumental. Por  ejemplo “Sueñera” nos conduce por todo el campo semántico del sueño:  parte de los laberintos del insomnio para después conjugar todas las  posibilidades sobre la confusión entre sueño y realidad, sin menoscabo  de personajes y situaciones fantásticas ni de la prosa poética más  acerada (“Apenas cierro los ojos, me caigo.”); tampoco son ajenas  a ella los homenajes a grandes magos del relato como Kafka o  Sherezade. En Casa de Gheisas declina  toda la morfología del deseo, simbolizada en las diferentes cortesanas  que habitan esta casa de Gheisas y su relación con los hombres que van a  visitarlas; así la más deseada siempre es “La que no está” o “la  mujer del prójimo”; y el máximo secreto para la seducción es “reservar  una zona intocable o prohibida” sea un rincón de la piel o “el  primer lunes de cada mes” o “cierto verano de la adolescencia”.
   De todas maneras, la coherencia lograda en los primeros libros  no se mantiene a un mismo nivel en los últimos, donde se da una mayor  disparidad temática y textual, como en Botánica del caos o Temporada de fantasmas, que resultan menos seductores  para una lectura continuada.
  La visión de Shua  es fundamentalmente la del extrañamiento. Los objetos cobran vida (y ya  no se sabe si hay que pedir consejo a la almohada o al edredón), las  personas súbitamente se tornan monstruos o animales. Se invierten  continuamente los parámetros de la realidad, de modo que las plantas se  plantean cómo hay que cuidar a las personas para que no se marchiten, o  alguien se pregunta si los ratones deben dejar su diente debajo de la  almohada al perderlo. Asimismo, sus páginas aparecen sembradas de juegos  conceptuales y metaliterarios (como la imagen del escritor sufriendo  ante la confusión de géneros en que se halla inmerso) pero también de  felices hallazgos poéticos, apoyados por numerosos  recursos  como la elipsis, la analogía, la paradoja, la transformación del  sentido figurado en real...
  Si todavía no lo  han hecho, lean microrrelatos. Les serán todo un descubrimiento.  Déjense bañar por lo audaz de sus propuestas y  recordarán, con Novalis, que “toda palabra es un conjuro”; un  conjuro capaz de derribar los diques de la realidad y transformarla en  un lugar apasionantemente imprevisible.